Las armas químicas comenzaron a usarse en la Primera Guerra Mundial
     
     
     


 

 

 

La guerra química comenzó en 1914. En ese año el científico Fritz Haber puso a disposición de Guillermo II el Instituto de Investigaciones Kaiser Wilhelm, de Berlín, en donde se constituyó una comisión secreta que se dedicó a desarrollar sustancias químicas bélicas.


A principios de 1915 el Estado Mayor alemán hizo suyo el proyecto de una guerra química y en marzo de ese año se lanzó el primer ataque de este tipo. Los soldados alemanes transportaron al frente de Yprés gas de cloro en bidones muy resistentes; a las cinco de la mañana, cuando el viento soplaba hacia las poblaciones enemigas, los alemanes abrieron las llaves del gas; poco tiempo después los soldados franceses, apostados en las trincheras, vieron avanzar hacia ellos una espesa nube amarillo-verdosa de 600 a 900 metros de profundidad que se arrastraba a ras del suelo.


El efecto del gas en las posiciones francesas fue devastador: más de 5 mil muertos. Un gran número de soldados murió en el acto; otros, que lograron huir en el primer momento, murieron poco después en medio de vómitos de sangre. En la zona afectada por los gases, los soldados del káiser, provistos de máscaras contra gases tóxicos, pudieron avanzar sin encontrar resistencia.

Desde 1916 las emisiones de nubes de cloro se sustituyeron por granadas rellenas de gas fosgeno, bromuro de xileno y arsinas. La industria de la guerra fabricaba gases llamados Cruz Verde, Cruz Blanca, Cruz Azul y Cruz Amarilla, formados por compuestos orgánicos con cloro y arsénico derivados del ácido cianocloruro.


Sin embargo, hasta 1917 los alemanes comenzaron a usar su arma química más agresiva: el gas mostaza o iperita. Este gas venenoso permanecía largo tiempo contaminando el terreno en forma de gotas parecidas al rocío, y era capaz de atravesar la ropa y el calzado.