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Cuando
pensamos en la cocina que distingue a la península itálica,
vienen a nuestra mente los aromas y sabores que la han hecho famosa en
todo el mundo: pizzas, pastas, salsas, quesos y aceites. Sin embargo,
algunos de los ingredientes fundamentales de estas delicias como
el jitomate de las salsas, la papa de los gnoccis o la técnica
para preparar el spaghetti- no son originales de Italia y se fueron incorporando
a sus recetarios a lo largo de la historia. Aunque también hay
alimentos que desde la antigüedad no faltan en las mesas de sus habitantes,
como aquellos que componen la famosa dieta mediterránea:
aceitunas verdes y negras, aceite de olivo, espárragos, quesos
de cabra y vino tinto, que los antiguos romanos rebajaban con agua y endulzaban
con miel.
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Entre
los romanos de la Edad Antigua, como en toda sociedad jerarquizada, cada
grupo tenía acceso a distintos alimentos de acuerdo con su posición
en la estructura social. Las clases bajas ingerían platillos preparados
a base de habas, yogures con hierbas de olor, quesos, pan y alguna verdura.
Los patricios, en cambio, se agasajaban con platillos sofisticados, elaborados
con ingredientes exóticos, traídos de lugares lejanos. Conocemos
algunos nombres de estos manjares reservados a la aristocracia: senos
de lechón rellenos de pétalos de rosas, faisán
o gallinas de Guinea (del sur de África) asadas o pastel
de dátil relleno de manzana, miel y vino. Como entonces no
se conocía un procedimiento efectivo para conservar fresca la carne
era común que esta se descompusiera rápidamente, por lo que
se disfrazaba el sabor de la putrefacción con salsas
saladas de pescado y especias o bien agridulces, preparadas a base de frutas. |
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Fuente:
Paul Veyne, El imperio romano en Historia de la vida privada
1. Imperio romano y antigüedad tardía.
Dirección de Philippe Ariés y Georges Duby. Madrid, Taurus,
1991.
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