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La
segunda expedición que llegó a la Alta California fue la
de Sebastián Vizcaíno en 1602. Esta travesía tenía
el objetivo de localizar puertos en donde los barcos españoles
estuvieran seguros de las constantes incursiones de los piratas ingleses
y holandeses. Algunos galeones cargados de inmensas fortunas en bienes
comerciales de origen asiático ya habían sido capturados
por éstos, y por ello existía un constante peligro que
necesitaba ser contrarrestado.
La posibilidad de colonizar la Alta California
no fue considerada nuevamente sino hasta la llegada a la Nueva España
del Visitador General José de Gálvez en 1765. Siendo el
encargado de la reforma de la administración fiscal de la Nueva
España, Gálvez creó un nuevo programa, como parte
de las reformas
borbónicas, que incluía la expansión y el desarrollo
de las provincias de la frontera norte con la idea de consolidar la defensa
militar de este territorio que estaba tan alejado de los dominios del
virrey.2
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Tres años más tarde, en 1768, el mismo Gálvez zarpó desde
San Blas, Nayarit, hacia Baja California con la idea de colonizarla a
través de una expedición conjunta de mar y tierra. Los
propósitos de esta expedición eran redescubrir y ocupar
el puerto de Monterey descubierto por Vizcaíno en 1602, y, en
segundo lugar, fundar misiones y presidios en ese mismo sitio y en San
Diego. Gálvez escogió como líderes de esta empresa
a Gaspar de Portolá, gobernador de Baja California, y al franciscano
Junípero Serra. Varios militares apoyaron a Portolá y a
Serra, entre ellos, el capitán Rivera y Moncada quien comandó la
columna terrestre de avanzada conformada por tropas de presidiarios conocidos
como soldados de cuero por el delgado uniforme que portaban para protegerse
de las flechas.
Fue durante el curso de esta expedición cuando pudo examinarse
por primera vez y con mayor detalle la región de Los Ángeles.
El siguiente extracto forma parte del diario de viaje del padre Juan
Crespí, un franciscano que acompañó a Portolá en
su marcha hacia el puerto de Monterey:

A las seis y media dejamos el campamento y vadeamos
el río Porciúncula, que corre valle abajo, corriendo
desde las montañas hacia la planicie. Después de cruzar
el río entramos en un gran viñedo de uvas silvestres
y una infinidad de rosales en pleno florecimiento; todo el suelo es
negro y franco, y capaz de hacer germinar cualquier tipo de grano o
fruta que se siembre en él. Fuimos hacia el oeste continuando
por tierras buenas completamente cubiertas de pastos. Después
de viajar cerca de una legua y media llegamos al poblado de la región,
cuyos habitantes salían al camino. Cuando estaban cerca de nosotros,
comenzaban a aullar como lobos; se presentaron con nosotros y nos ofrecieron
semillas, pero como no teníamos a mano nada que proporcionarles
no aceptamos.3 |
2 Ver:
O’Gorman, Edmundo, Historia de las divisiones territoriales
de México, 9ª ed., México, Editorial Purrúa,
2000, pp.15-24.
3 Ver:
Fray Juan Crespí, Missionary explorer on the Pacific Coast,
1769-1774 citado en: Ríos-Bustamante, Antonio, Los Ángeles,
pueblo y región, 1781-1850, México, INAH, 1991,
p.69.
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